Oscar Saldarriaga Vélez
Historiador de la educación y la pedagogía. Profesor Pontificia Universidad Javeriana-Bogotá

Refundar el oficio de maestro

Pensar la educación

Los colombianos sabemos que el verbo refundar es muy fuerte, por los usos non sanctos a que se ha prestado. Acá lo uso para llamar la atención de los lectores, pero ante todo para rescatar el poder positivo que se requiere para proteger una especie en peligro de desaparición: el maestro, una profesión a la que se elogia y maltrata con un mismo gesto.

Se ha escrito en todos los tonos sobre la “desaparición del maestro”: desde las quejas ya rutinarias, desafortunadamente, por mejores condiciones salariales y de reconocimiento social para la profesión, hasta los anuncios apocalípticos sobre la disolución global del oficio en garras de la inteligencia artificial y por efecto de la virtualización de la educación. Algunas otras alarmas se han encendido, tal vez demasiado tarde, sobre los efectos nocivos de las pruebas estandarizadas de desempeño, una política de medición internacional que aumenta la competencia y la segregación social, y va reduciendo la práctica pedagógica al logro de indicadores y recursos atados a ellos. En tonos más banales se informa que el oficio de enseñar tendrá que seguir la tendencia técnica de otras actividades laborales: “flexibilizarse” , esto es, subdividirse en tareas específicas: facilitador de aprendizajes, acompañante de procesos, coach de competencias y emprendimientos…

Pero hay otro conjunto de fuentes de malestar, que parecen endémicas de la situación colombiana. El síntoma más dañino es la existencia de dos estatutos docentes que, amén de otros defectos, ha deteriorado las relaciones de colegaje entre los propios docentes. Más dañino, si cabe, es que, al margen de la contratación oficial por concurso, un alto porcentaje de los maestros sigue vinculado bajo un régimen de “provisionalidad”, el que desde su nombre les inflige una marca de minusvalía e inestabilidad. Otro síntoma delicado: desde 1996 se abrió en Colombia la posibilidad de integrar al cuerpo docente a “profesionales no licenciados”, que hayan cursado algún programa en pedagogía o posgrado en Educación, lo cual relativiza de modo absurdo el valor de la formación normalista o en licenciaturas.  Y aún otro síntoma: la creación de programas de Pedagogía destinados a formar profesionales que no trabajarán como profesores, sino como asesores de instituciones, ONGs o proyectos comunitarios.  Y así, la lista de riesgos podría continuar.

Todas estas situaciones implican modalidades o posibilidades de “desaparición del oficio de maestro”, ninguna de ellas del todo fatal por sí sola, pero en conjunto configuran un panorama desesperanzador. Y más aún cuando las ideologías educativas radicalizan o aíslan algunas de ellas para afianzar diagnósticos y políticas remediales. En todo caso, la peor manera de interpretar estos signos consiste en decir que estamos ante una transformación de la concepción “tradicional” o “moderna” del maestro y de la pedagogía, y que debemos entender el fenómeno, aceptarlo y prepararnos para nuevos tiempos. Pues lo más paradójico en todo esto es que las recomendaciones de los organismos internacionales y las políticas declaradas del MEN, en consonancia con ellas, señalan como un objetivo necesario para lo venidero, “el desarrollo de una nueva visión de la profesionalidad docente”. En un documento de la OCDE sobre la educación en Colombia se lee:

Para implementar las condiciones necesarias para generar una profesión sólida, la revisión [hecha por la OCDE] ha desarrollado opciones que deben tomarse en cuenta para la discusión: i) promover un entendimiento común y basado en evidencia con respecto a la práctica docente efectiva; ii) mejorar las evaluaciones docentes formativas basadas en la práctica; iii) generar oportunidades para que los docentes adopten otras tareas y papeles de liderazgo en consonancia con una nueva organización de las escuelas; iv) emplear los recursos para que la remuneración de los docentes iguale las condiciones laborales de los docentes del nuevo estatuto y para mejorar el sistema actual del ascenso de su carrera; y v) establecer una base de conocimientos sólida en materia del uso del tiempo por parte de los docentes. Todos estos esfuerzos deben considerar las necesidades y los contextos particulares de los docentes en áreas rurales y remotas.  (OECD, 2018, p. 28).[1]

Reservo para el final una lectura más analítica. Por ahora me limito a dejar marcadas en cursiva las expresiones más llamativas.

 Pero me doy cuenta de que he empezado mal. Es un mal comienzo hablar de “el maestro” o “los maestros”. Esto ya nos instala en una narrativa sobre un sujeto abstracto, universal y genérico, lejano de toda singularidad y complejidad. Primero, borra el componente de género, masivamente femenino.[2] Segundo, no reconoce las diferencias entre los niveles educativos que nuestro sistema establece: maestros/as de preescolar, básica primaria y básica secundaria. Tercero, olvida otras distinciones no menos significativas, como sector público y sector privado, educación urbana y educación rural, educación étnica o educación especial; así como desconoce las disparidades por instituciones de formación: escuelas normales, facultades de educación, facultades universitarias, institutos técnicos. Sólo por señalar las diferencias más evidentes.

Es claro que esas tendencias o síntomas de la desaparición o transformación del oficio de maestro no operan ni afectan por igual a cada una de esas situaciones singulares. Si se mira con cuidado, esa diversidad que es característica de los sistemas educativos modernos, en el sistema educativo colombiano se ha extremado hasta la fragmentariedad y el apartheid educativo.[3] Hasta el punto de poner en duda la amplitud de la hipótesis sobre la “disolución del oficio de maestro”, y de repente, incluso su validez. Para poner un caso simple: la “disolución” del oficio de maestr(a) no afecta del mismo modo a una profesora de escuela rural multigrado -de cuyo trabajo personal depende toda la actividad escolar- que a un profesor de ERE (educación religiosa escolar) en un megacolegio oficial, cuya materia o área puede ser intercambiada por la que la administración del plantel requiera por necesidad o urgencia.

Si seguimos comparando situaciones -y esto es lo que deberían hacer los profetas de la desaparición- el asunto se revela como un juego de fuerzas en tensión, y no como una tendencia general e irreversible. Para tratar de entenderlo, podríamos dibujar un mapa elemental de sus componentes. En dirección norte-sur, ubicaría unas fuerzas globales, tratando de gobernar las situaciones nacionales y locales.  En dirección este-oeste, situamos las fuerzas nacionales y locales que se mueven apoyando las transnacionales. En dirección sur-norte localizaríamos las fuerzas que hacen resistencia, “por activa o por pasiva”, a las fuerzas macro.

Las fuerzas transnacionales han sido identificadas y denunciadas hasta la saciedad. Bajo el nombre abominado de neoliberalismo, se agrupan, con razón, todas las políticas y tecnologías que buscan gestionar la educación en un régimen de libre mercado, pero regulada bajo estándares generales de calidad y eficiencia, sin perder de vista “la justicia, la igualdad… y la equidad” (OCDE, 2018, p. 23).  Agrego, como de paso, un detalle no menor para la actualidad: la OCDE recomendó a Colombia, desde 2018, “avanzar hacia una reforma del Sistema General de Participaciones (SGP)”, afirmando que “existe un acuerdo bastante amplio en que el SGP debería modificarse considerablemente, para que sea más equitativo y para mejorar los incentivos por eficiencia y calidad. Colombia debería tener un debate nacional en cuanto a la reforma del sistema de distribución de ingresos” (OCDE, 2018, p. 24). ¡Bella perla para los debates reformistas que nos agitan hoy!

El asunto es que estas políticas han sido tan criticadas que aparecen como la causa única y malévola de los cambios recientes que han erosionado las condiciones de ejercicio de la profesión docente. Cierto, sería grave negar la naturaleza colonizadora, imperial, de estas políticas, pero quiero llamar la atención sobre ciertas miopías que limitan el pensamiento que se propone no sólo hacerles resistencia, sino construir formas de enseñanza y con ellas, formas de vida.

 Recurro a un concepto propuesto por el holandés Gert Biesta, pedagogo y filósofo de la educación, cuya obra empieza a ser conocida en español desde hace menos de diez años. Este autor ha venido construyendo, bajo el neologismo de aprendificación, una crítica radical al gran viraje que las políticas educativas y el lenguaje pedagógico han dado hacia “el aprendizaje”, desde finales del siglo XX. Políticamente, ese “feo término”, dice Biesta, es el nombre del giro hacia la cultura de la medición educativa, la evaluación estandarizada, de la rendición de cuentas, de la educación-basada-en-evidencias, la educación a lo largo de la vida, la educación como inversión y servicio. El “giro educativo hacia el aprendizaje” lleva a la conversión de la enseñanza en “facilitación” y “creación de ambientes de aprendizaje”.

Sin embargo, el asunto tiene muchas más raíces. Desde las primeras décadas del siglo XX, la pedagogía llamada activa, apoyada en la pujante psicología experimental, lanzó la consigna de pasar de la instrucción al aprendizaje, lo que implicaba dejar de centrarse en el enseñar del maestro y poner en el centro al aprender del niño. Las pedagogías constructivistas de finales del siglo XX profundizaron el giro hacia el autoaprendizaje. Pero esto era considerado como un asunto pedagógico, privativo de los maestros, y que se resolvía en las aulas.

Pero de pronto, como iluminados por el cambio de milenio, los documentos de políticas educativas trasnacionales proclamaron la llegada de “la era del aprendizaje”, ya como un asunto global de la humanidad :

nos referimos a los estudiantes, niños/niñas, y adultos como “aprendices”, […] a las escuelas como “ambientes de aprendizaje”, […] a los maestros como “facilitadores del aprendizaje”, [se habla…] del “aprendizaje a lo largo de la vida”, [se trata de…] la ubicuidad de la expresión “enseñanza-aprendizaje”. (Biesta, 2022, 57).   

¿Cuál fue el hallazgo feliz que permitió conectar de un modo inimaginado, pero deseado, las políticas de mundialización educativa con las prácticas cotidianas de maestros y escuelas? Se trata de un detalle clave que pasa desapercibido: la noción de aprendizaje cambió de sentido. Expliquémoslo muy brevemente: la noción de aprendizaje es polivalente, pues puede significar un proceso o puede significar un resultado. El aprendizaje como proceso es una caja negra: desde los griegos, numerosas investigaciones teóricas o empíricas han presentado hipótesis de complejidad variable sobre su naturaleza y funcionamiento: ¿es biológico, neurobiológico, cognitivo, semántico, fenomenológico, psicoanalítico, cultural, socioafectivo, existencial o aún otros? Como buen producto científico, todas las hipótesis serán siempre parciales, máxime tratándose de las ciencias del hombre. Y como teorías complejas, hipotéticas y parciales, ellas no son total ni directamente replicables en la enseñanza, aunque se pretende que den forma a las prácticas pedagógicas. Esta ha sido la ilusión del constructivismo en las aulas, así como en la década de 1930 se ideologizó la escuela como “laboratorio de regeneración de la raza”.

 Pero si aprendizaje se define como un sustantivo, esto es, como un resultado, tenemos ante los ojos un objeto, más exactamente, una objetivación: un resultado es medible, comparable, evaluable, mejorable, sea como fuere que se hubiese obtenido. Esta reducción a objeto, “los aprendizajes” -y su traducción curricular a objetivos, logros y competencias- ha sido realizada eficientemente por las Ciencias de la Educación, que han hecho de la aprendificación el dispositivo político, tecnológico y de saber que permite gestionar los grandes sistemas de educación masivos de modo que puedan operarse como “máquinas predecibles”. Este lenguaje moviliza una política global determinada por la economía capitalista que busca readecuar las relaciones entre capital y trabajo; presenta la educación como un servicio que “satisface las necesidades de los estudiantes”, y el aprendizaje (los aprendizajes) se ofrece(n) como una mercancía agradable, fácil y atractiva, respondiendo a las preferencias individuales. Con la paradoja, o al precio de que, en el fondo, termina por minar el proyecto mismo de la modernidad educativa, la formación de sujetos humanos plenos, y deja como retórica las finalidades de la sociedad democrática y la satisfacción de las necesidades sociales estructurales.

La aprendificación -la reducción de lo educativo a la medición de aprendizajes, o mejor, la determinación de lo que es posible medir como aprendizaje- permite entender el efecto devastador que esta reducción semántica ha producido sobre el saber pedagógico, para la tradición pedagógica en la formación de maestros. Biesta concluye que “el lenguaje del aprendizaje” —el cual en últimas es un lenguaje monológico— “no es un lenguaje educativo” (Biesta,2017, 78). Si lo propiamente educativo no es simplemente que los alumnos aprendan, “sino que aprendan algo, para determinados propósitos, y que lo aprendan de alguien”, el lenguaje del aprendizaje es un lenguaje vacío:

El lenguaje del aprendizaje es incapaz de capturar estas dimensiones, en parte porque denota un proceso que, en sí mismo, es vacío en cuanto a contenido y dirección y, en parte, porque el aprendizaje, […] es un término individualista e individualizante […]  Desde esta perspectiva es impactante ver cómo las políticas –pero también cada vez más las investigaciones y las prácticas- han adoptado el lenguaje vacío del aprendizaje para hablar sobre la educación. Y si este es el único lenguaje disponible, entonces los maestros terminarán siendo una especie de administradores de procesos de aprendizaje vacíos y sin dirección. (Biesta, 2016, p. 122).

La aprendificación se convirtió en la matriz profunda de la formación de maestros en Colombia, que coincide justamente con la reorganización de las Facultades de Educación -en detrimento de las Escuelas Normales-, a partir de la década de  1960. No por azar, en medio del Movimiento Pedagógico, esa lúcida batalla de los maestros colombianos contra la implementación de la Tecnología Educativa en los años 80, la profesora Olga Lucía Zuluaga lanzaba su llamado a la recuperación histórica del saber pedagógico señalando el lugar mismo de la desterritorialización intelectual del maestro:

Socialmente se reconoce como maestro a quien se supone como muy claro, muy sencillo y muy simple para exponer, porque tiene como herramienta fundamental el método. Mientras más desarraigado del saber está el maestro en una formación social y mientras mayor sea su desarraigo cultural, más se enfatiza en su oficio metodológico; de esto último tenemos una muestra muy clara en la forma como existe la Pedagogía, hoy día, en las Facultades de Educación (Zuluaga, 1997, 156).

Esta tesis sobre la aprendificación como la matriz “realmente existente” de la formación de maestros, desde al menos hace sesenta años -con sus oleadas y fases locales-, es con seguridad, muy general y aún muy burda; es por ahora una hipótesis de trabajo que exigirá investigación y debate; pero puede empezar a iluminar caminos para las fuerzas de resistencia procedentes de todos los sures pedagógicos.  Pues es aquí donde adquiere sentido retomar en sentido positivo la idea de refundar la formación de maestros, volviendo a examinar el trabajo que están haciendo hoy nuestras Facultades de Educación.

Por lo pronto, quiero cerrar estas líneas volviendo a la citada Revisión de recursos escolares de la OCDE, pues es aleccionador leer el modo en que el documento caracteriza como “retos para la profesionalización de la enseñanza”, lo que, entre líneas, y traducido a nuestro lenguaje político, señala puntos de resistencia. Aparte de los mencionados asuntos de reorganización de los sistemas de financiación y de centralización administrativa, tres “retos” que conciernen directamente a los maestros llaman la atención a los expertos internacionales: los sindicatos, la autonomía curricular y la formación docente. El primero es un tema bien trasegado, y sólo me detendré a señalar que la OCDE registra que “las difíciles relaciones entre el gobierno y el mayor sindicato de docentes han complicado la implementación de las reformas anteriores” (OCDE, 2018, p. 19), refiriéndose a la enrevesada situación de la dualidad de estatutos laborales para los docentes, la cual implica además el álgido asunto de las evaluaciones estandarizadas para el ascenso en el escalafón. Dados los límites de este artículo, no puedo detenerme en los sutiles detalles del análisis que hacen los expertos, y remito a los lectores a examinar el texto. Mi conclusión es que la lucha sindical por la renegociación del estatuto docente se mantiene como una resistencia necesaria y urgente para la recuperación de la profesión docente en Colombia.

El punto sobre las Facultades de Educación en la perspectiva de la OCDE no presenta ninguna idea distinta a reforzar los sistemas de acreditación de alta calidad, en un contexto negativo en cuanto a que, dice el documento, “este proceso es voluntario y únicamente algunas pocas facultades de educación y programas de educación han buscado obtener o logrado obtener esta certificación” (OCDE, 2018, p. 20). Una frase suelta recoge un diagnóstico ya conocido pero preocupante para el futuro de la profesión docente, pues no propone ninguna estrategia de solución:

 Mientras que una carrera en la enseñanza representa posibilidades de movilidad social, los programas educativos están entre aquellos con el menor número de aspirantes, lo que atrae a los alumnos con un menor desempeño en el examen de fin de estudios. (OCDE, 2018, p. 20).

El tercer tema es el que llama más la atención desde la perspectiva de la aprendificación. Se trata de su diagnóstico sobre la autonomía curricular establecida desde la Ley General de Educación de 1994. La recomendación en cuestión se titula “Iniciar un proceso de participación a largo plazo para desarrollar un marco curricular nacional y desarrollar un enfoque más integral para la evaluación de escuelas”. Sin cuestionar abiertamente el principio de autonomía curricular, la OCDE recomienda que se desarrolle un marco curricular común, ante el hecho de que “los esfuerzos para establecer metas de aprendizaje comunes durante las últimas tres décadas han resultado en un gran número de normas y directrices que no siempre son claras para los docentes. El MEN debería mantener y fortalecer sus esfuerzos para establecer una versión más concisa y clara de las normas de aprendizaje”. (OCDE, 2028, p. 26). La filosofía -el lenguaje vacío, diría Biesta- que justifica este viraje en la política pedagógica es el de la rendición de cuentas:

La cuestión de una autonomía curricular no es normativa, sino que es contextual. Por lo tanto, se deben tomar en cuenta otros elementos, incluyendo el marco de rendición de cuentas del país, los logros de los estudiantes en cuanto a la calidad y la igualdad, y la capacidad de las escuelas. Los países deben encontrar su propio equilibrio entre la autonomía local y la dirección central. Colombia, presumiblemente, debería enfocarse más en una prescripción mayor debido a la gran rendición de cuentas en la forma de evaluaciones estandarizadas, bajos niveles de logros estudiantiles, desigualdades notables entre estudiantes y una deficiente capacidad local. (OCDE, 2018, p. 26).

Sigo citando, para mostrar los términos textuales con los que se justifica esta recomendación a nombre de la “participación social” y “las realidades del posconflicto” (¡!), sin dejar de lado la situación de la ruralidad, por la que, dicho sea de paso, el documento expresa una reiterada preocupación en todos sus acápites:

  Desarrollar un marco curricular común proveería una oportunidad importante para involucrar a la sociedad para que reflexione de manera más abierta y para que cree una visión compartida de la educación que cumpla con la transición de Colombia al posconflicto y las realidades rurales del país. (OCDE, 2018, p. 26).

Las “adaptaciones locales” de este marco curricular común se defienden en aras de que ellas serían “un factor esencial para hacer que el marco sea más relevante para las comunidades escolares”. Para las áreas rurales remotas recomienda el uso de los recursos digitales “para facilitar la cobertura del currículo y una amplia oferta curricular, basada en una capacitación adecuada y evidencia en materia de costo/eficiencia”. Y termina con un enunciado que revela cierta mala conciencia respecto de la política de estandarización de las evaluaciones, el mecanismo que, en últimas, garantiza la eficacia de las reformas:

Establecer un conjunto más conciso de metas de aprendizaje y normas y generar un entendimiento por parte de los docentes sobre los mismos también ayudaría a reducir los potenciales efectos indeseados de la evaluación estandarizada. El MEN, las Secretarías de Educación y las escuelas generalmente requieren adoptar una visión más integral de la evaluación escolar. Esto debería incluir i) más apoyo por parte de las Secretarías de Educación y un liderazgo en las escuelas para que implementen autoevaluaciones como una oportunidad para mejorar; y ii) el desarrollo de procesos de evaluación de toda la escuela (por ejemplo, a través de la creación de una agencia nacional de aseguramiento de la calidad). (OCDE, 2018, p. 27).

De las muchas preocupaciones y debates que suscita este documento, quiero terminar con una observación, en la perspectiva de las banderas no periclitadas del Movimiento Pedagógico Colombiano. Sea que se abra o no un debate nacional para generar un currículo común, por iniciativa internacional o gubernamental, es claro que volveríamos a una situación análoga a las discusiones que, impulsadas por el Movimiento Pedagógico, terminaron en la Ley General de Educación. Nos encontraremos en una nueva batalla de la guerra contra la Tecnología educativa, es decir, contra la aprendificación. La gran diferencia es que la ruta ya recorrida en la autonomía curricular por los maestros y maestras de aula y patio -los que antes llamábamos de tiza y tablero, nos ha aportado un inédito bagaje de experiencias y saberes pedagógicos. Ante la coyuntura de un posible debate curricular, este saber nacido de los territorios,  creativo y caótico a la vez, podrá convertirse en una poderosa cantera para la refundación del oficio de maestro, a condición de que los maestros, los pedagogos, nos liberemos del oneroso formateo que el “lenguaje del aprendizaje” ha sedimentado en nuestra práctica pedagógica.   

Referencias

Biesta, G.J.J. (2016). Devolver la enseñanza a la educación. Una respuesta a la desaparición del maestro. (Trad. C. E. Noguera). Pedagogía y saberes, Universidad Pedagógica Nacional,  44, 119-129.

Biesta, Gert J. J. (2022) Redescubrir la enseñanza. Madrid: Morata/MinEducación de España.

Biesta, Gert. (2017) El bello riesgo de educar. Madrid, S.M. Ediciones.

DANE (2022) Boletín Técnico Educación Formal (EDUC) 2021. Bogotá. https://www.dane.gov.co/files/investigaciones/educacion/educacion_formal/2021/bol_EDUC_21.pdf 

García, M; Fergusson, L; Cárdenas, J. C. (2021) La quinta puerta. De como la educación en Colombia agudiza las desigualdades en lugar de remediarlas. Bogotá: Ariel.

OCDE (2018) Revisión de Recursos Escolares. Colombia. Resumen (Radinger, T. et al.) Bogotá: OECD-MEN. https://www.oecd.org/education/school/OECD-Reviews-School-Resources-Summary-Colombia-Spanish.pdf

 

[1] Este documento forma parte de una serie llamada Revisión de recursos escolares, que la OCDE realiza periódicamente sobre cada uno de los países afiliados.

[2] “Del total de docentes con asignación académica (441.535), el 65,9% son mujeres y el 34,1% son hombres. La mayor participación de las mujeres se encontró en el nivel preescolar con el 94,9%, seguido de básica primaria con el 77,0% y básica secundaria con 52,3%.   La mayor participación de docentes hombres se registró en el nivel de media con el 53,9% y CLEI con el 51,2%; mientras, la más baja representatividad se presentó en preescolar donde alcanzó el 5,1% (Fuente: DANE, (2022) Boletín Técnico Educación Formal (EDUC) 2021, p. 14).

[3] La diferencia entre educación pública y educación privada se ha convertido, en particular en la enseñanza secundaria, en un verdadero apartheid educativo: “Los hijos de los ricos estudian en colegios privados de buena calidad y los hijos de los pobres en colegios públicos o privados de regular a mala calidad”. García, M; Fergusson, L; Cárdenas, J. C. (2021) La quinta puerta. De como la educación en Colombia agudiza las desigualdades en lugar de remediarlas. Bogotá: Ariel, p. 12.