Obstáculos, hitos y compromisos de los maestros colombianos

Pensar la educación

El Movimiento Pedagógico se levanta como una respuesta del magisterio al deterioro de la imagen del maestro y como una alternativa, gestada desde abajo, a la crisis que hoy soporta la educación. Rescatar el liderazgo intelectual y cultural del maestro y contribuir a realizar una gran reforma de la enseñanza y la educación, que sirva de sustento a un nuevo y vivificante proyecto cultural nacional.
 

Discurso del Maestro Abel Rodríguez en la instalación del Congreso Pedagógico Nacional en 1987. Un documento histórico que refleja su profundo compromiso con la transformación pedagógica de la escuela y la enseñanza y el papel de los maestros en dicha transformación.

  1. Obstáculos y dificultades

Salvo algunos momentos radiantes, como los de la “escuela nueva” de don Agustín Caballero y la Escuela Normal Superior, en los cuales el saber pedagógico floreció esplendoroso, salvo esos momentos efímeros y localizados, desde el triunfo interminable de la Regeneración, la escuela y los maestros hemos vivido un extrañamiento sistemático del saber y la cultura. La escuela, en cuanto no se le ha dado la dimensión de constructora y transformadora de cultura, y los maestros, por cuanto no se nos ha posibilitado el encuentro y la recreación ni de nuestro propio saber, el saber pedagógico, ni de los saberes específicos.

Entre claros y oscuros la historia contemporánea de la escuela y los maestros ha transcurrido bajo la subordinación y la instrumentalización.

A esa extrañación, unas veces impuesta en forma abierta o sutil, y otras veces provocada, han contribuido diferentes factores. Uno, el autoritarismo estatal en la dirección y orientación del sistema educativo, establecido a través de la exclusión total de los maestros y la comunidad de la definición de los destinos y el porvenir de la educación y de la reglamentación cada vez más minuciosa de la enseñanza, todo lo cual ha llevado a la pérdida de autonomía del maestro. Dos, el despojo de la educación de su sentido y proyección cultural histórica, mediante la sujeción de sus fines y funciones a conveniencias socioeconómicas coyunturales no propiamente de interés nacional.

Tres, la marginación de la educación del escenario de las controversias ideológicas y políticas, su desideologización y apolitización; como si se hubiera proclamado: No importa el hombre, su ética y su moral, sólo lo que sabe hacer, su oficio. Y cuatro, la sumersión del maestro en el reino de la necesidad y la desesperanza y su precaria formación y capacitación, que le han ocasionado una apropiación acrítica de las teorías educativas en boga.

En el decenio de los sesenta se empieza a introducir en el país una enseñanza estructurada alrededor de la concepción y la práctica del currículo. La educación entra en el destino del aprendizaje por objetivos. “La enseñanza para el aprendizaje se fundamenta en un conjunto de presupuestos teóricos, basados en una supuesta neutralidad científica y se inspira en los principios de racionalidad, eficiencia y productividad, que proponen que la acción de enseñar se reoriente hacia un hecho “objetivo” y operacional. De modo semejante a lo que ocurrió con el trabajo fabril, se pretende la objetivación del trabajo pedagógico. Se articula aquí una nueva teoría educativa, que partiendo del aprendizaje, afina sus procedimientos para convertir la enseñanza en una mera acción instrumental que permita obtener la máxima eficacia y el máximo rendimiento, eliminándole el carácter de acontecimiento complejo, cultural y de saber. (Martínez Boom).

Simultáneamente a la instrumentación de la enseñanza se afianza una nueva estrategia dirigida a constreñir la educación a un hecho de carácter administrativo. Resultado de esta combinatoria es la separación de la enseñanza del conocimiento y la experimentación científica, su distanciamiento de la práctica social y su mayor apego al confesionalismo.

Extrañados de nuestro saber, quienes menos nos ocupábamos de los problemas propios de la enseñanza y su disciplina, la Pedagogía, éramos los maestros. Agobiados por unas condiciones de vida y de trabajo infames y alienantes, y avasallados por ese alud de órdenes, medidas y reformas legales, los maestros veníamos perdiendo la palabra y el derecho legítimo a decidir sobre los asuntos que atraviesan nuestra vida y nuestra práctica. La lucha por el reconocimiento de los derechos inherentes a nuestra condición de trabajadores asalariados, tan válida como justa, y el administrativismo educativo, tan inútil como corruptor, casi logran anegar por completo el campo de nuestra acción individual y colectiva.

En la medida en que nuestro estatuto social e intelectual se envilecía, apenas acertamos a radicalizar las luchas reivindicativas y el rechazo a las reformas y políticas del Estado, muchas de las cuales lograron imponerse, no obstante su carencia de legitimidad. Creyendo que la  “dignificación profesional”, así se postuló desde los comienzos de nuestra vida sindical, llegaría con el mejoramiento de las condiciones laborales y la exhibición de una gran beligerancia sindical, nos limitamos a actuar como si la educación tuviera suceso en las oficinas del Ministerio y las Secretarías de Educación, y no en las aulas, con los niños y los jóvenes; como si el poder de nuestro saber hubiese sido hipotecado a las normas y planes y proyectos del gobierno. Al cabo de tantos avatares vimos que ni lo uno ni lo otro nos era acariciable: ni nuestras condiciones de vida mejoraban sustancialmente, ni lográbamos dignificarnos en el ámbito social y del saber.

Entre tanto, dos fenómenos corrían paralelos: la educación se precipitaba en una crisis cada vez más profunda, y nuestra identidad de maestros se desvanecía. No obstante esta realidad, unas ganancias valiosas quedan en nuestro haber: la configuración del magisterio como movimiento social organizado, provisto de una alto grado de independencia y capacidad para trazarse autónomamente sus propios rumbos y metas; el reconocimiento y potenciación de su misión cuestionadora; la calidad de interlocutor válido de las autoridades educativas gubernamentales y la superación de situaciones laborales insostenibles. Sin este trasegar, el magisterio nacional no estaría en la búsqueda en que hoy se encuentra.

La crisis de la educación colombiana es una crisis global. No es solamente financiera y administrativa; al fin y al cabo estos problemas le vienen de afuera, de la incapacidad del Estado para atender las que son sus obligaciones fundamentales en materia educativa. La crisis abarca todos los aspectos: el filosófico, el pedagógico y el cultural. Su manifestación más evidente es la insatisfacción generalizada de la inmensa mayoría de la opinión pública con la calidad y los resultados del proceso educativo, con el tipo de hombre que está formando y el tipo de cultura que está desarrollando.

El alarmante deterioro de la calidad de la educación se explica, en primer lugar, por el ya registrado exilio de la escuela y el maestro del saber y la cultura; y en segundo lugar por una serie de fenómenos, tales como, la carencia de unos fines y propósitos educativos socialmente compartidos y concomitantes con las exigencias del mundo contemporáneo y de una sociedad que busca avanzar hacia el progreso material y espiritual, hacia el reino de la libertad; así como por el deterioro de las condiciones materiales de la enseñanza y de las condiciones de vida de la niñez y la juventud. Todo lo cual se compendia en una enseñanza centrada en el aprendizaje y no en la formación y en una escuela marginada de los avances de la ciencia y de las necesidades presentes y futuras del individuo y la sociedad.

Desde que la crisis comenzó a manifestarse, los ideólogos de la política educativa estatal pretendieron que la coacción y la instrumentalización eran las vías expeditas para superarla. La Pedagogía, como disciplina propia de la enseñanza, fue desechada; en su remplazo se echó mano de la tecnología. Se entronizaron, entonces modalidades de enseñanza desconocedoras de la función cultural de la educación: Educación programada, educación sin maestros, educación a distancia, currículo a prueba de maestros; 7 políticas administrativas como la autogestión comunitaria, la autofinanciación y la descentralización. En fin, todo un recetario de proceso y medidas decretados desde arriba, que podrían llegar a la ampliación de la cobertura escolar y a aliviar las obligaciones financieras del Estado, como es su propósito inconfesable, pero jamás a resolver el deterioro intelectual y cultural de la educación.

La crisis de la educación no será posible resolverla desde arriba, ella es resultado del vacío ético y cultural existente en nuestra sociedad y expresión de la imposibilidad histórica del Estado actual para formular una política educativa que llegue a toda la Nación, plantearse una reforma moral y cultural y propiciar un sistema educativo capaz de crear instituciones formadoras de maestros de alto nivel académico, y particularmente de maestros. El resultado de todo este acontecer es un sistema educativo, o mejor varios sistemas educativos, sin identidad y sin rumbo cierto. Un sistema educativo en el cual el maestro ha venido convirtiéndose en un elemento accesorio, el alumno en un objeto receptor de información y manipulador de instrumentos, como cualquier computador o robot, y la enseñanza en un impartir disparatado de datos y mensajes.

Una escuela libre y verdaderamente pública y un maestro autónomo y apertrechado intelectualmente son las condiciones básicas para devolverle a la educación su dimensión de constructora y transformadora de cultura.

  1. Hitos de luz

Pero en medio de ese conjunto de avatares y tal vez como producto de esa pasión inmensa por conquistar lo que está más lejano, que caracteriza a los hombres que se atreven a hacer historia -historia amable-, los maestros contamos con una tradición histórica que nos llena de vitalidad. Verdaderos hitos de luz, no sólo como visión optimista del pasado, sino también como reconocimiento de la tragedia, Personajes y movimientos que es preciso reivindicar en esta nueva búsqueda de nuestra identidad, para que el maestro se reconozca en una tradición apoyada en un instinto histórico constructivo, que destierre esa visión de árbol torcido que los de arriba han propalado.

Personajes como Simón Rodríguez, paradigma de maestros, el maestro del Libertador, quien destella por su capacidad de originalidad y su combate al formulismo en Pedagogía; el maestro americano que se negó a copiar modelos, sin renunciar al examen crítico de las teorías generales.

Movimientos como el instruccionista de la segunda mitad del siglo pasado, gestor de la reforma que por primera y única vez instituyó en la historia de nuestro sistema de enseñanza, la educación laica, gratuita y obligatoria. Reforma que vinculó estrechamente la educación a la constitución de la nacionalidad, le señaló como misión principalísima formar ciudadanos según una ética de lo público y colocó al maestro como eje de esta empresa, otorgándole completa autonomía en los asuntos de educar al hombre.

Bajo la Reforma Instruccionista fueron adoptados los métodos pedagógicos más avanzados de ese entonces, los métodos de la enseñanza objetiva, basada en los principios de Pestalozzi, el prototipo de la ética pedagógica, el maestro que hizo de su vida un compromiso con los niños y con las empresas de producción pedagógica, quien nos recordara que la palabra profesor no significa predicación, sino profesar frente al saber.

“Rescatar el liderazgo intelectual y cultural del maestro y contribuir a realizar una gran reforma de la enseñanza y la educación, que sirva de sustento a un nuevo y vivificante proyecto cultural nacional. Esta es la razón y el sentido histórico del Movimiento Pedagógico Nacional.”

La Escuela Normal fue una institución fuerte, que enseñaba pedagogía teórica y práctica, y contaba con un instrumento informativo, editado por la Dirección General de Instrucción Pública, llamado el Periódico de la Escuela Normal, que permitía a los maestros conocer el estado de instrucción pública en los países europeos y americanos. Se buscaba formar un maestro capaz de la elaboración y apropiación de la cultura pedagógica universal, tal como lo hizo José María Triana en la primera mitad del siglo XIX, al adaptar el sistema de enseñanza mutua de Lancaster a las condiciones de la sociedad de ese entonces.

Con razón algunos historiadores reivindican esta época como “la Edad Dorada de la educación colombiana”.

En el campo de la Pedagogía, la obra, los ideales, y en especial en cómo se construye una opción pedagógica y educativa, don Agustín Nieto Caballero, es una fuente importante para los propósitos que animan hoy al Movimiento Pedagógico.

Nieto Caballero enfrentó en su época, a las fuerzas que representaban el pasado en la educación, pero las enfrentó creadoramente, a través de la formulación de un discurso pedagógico, del rescate de la Pedagogía como parte vital de la educación, la crítica a la práctica pedagógica de su momento, la formulación de un nuevo tipo de maestro, la reformulación de los fines de la educación para ponerlos a tono con las transformaciones socio-económicas y culturales de los años veinte y la creación de instituciones de saber cómo el Gimnasio Moderno; arduo y creador proceso que en su conjunto produjo cambios substanciales en la educación colombiana.

En materia de formación de docentes, la Escuela Normal Superior, creada en 1936 y lamentablemente desaparecida en 1952, constituye quizás la experiencia más rica como institución de saber pedagógico y educativo en el presente siglo, en cuyo rescate histórico debemos empeñarnos.

La Escuela Normal Superior fue pionera en la formación de maestros ligados a la investigación y a la docencia. Allí se formó una generación de educadores que lograron una gran incidencia en la vida cultural del país, exponentes del rol intelectual del maestro. Figuras como Darío Mesa, Virginia Gutiérrez de Pineda, Roberto Pineda Giraldo, Jaime Jaramillo Uribe, Alicia Dussán de Reichel-Dolmatoff, se formaron en la Normal Superior y tuvieron como sus maestros a figuras intelectuales de la talla de Darío Echandía, Rafael Bernal Jiménez, Agustín Nieto Caballero, Francisco Socarrás, Luis Eduardo Nieto Arteta, Paul Rivet, Abel Naranjo Villegas, Rafael Maya, Antonio García, Eduardo Carranza y José de Recasens.

La Normal Superior no fue sólo un centro de formación de maestros, fue también el germen de importantes centros intelectuales en el campo de las Ciencias Sociales, tales como el Instituto Etnológico Nacional, que años más tarde se convirtió en el actual Instituto Colombiano de Antropología, el Instituto Caro y Cuervo, la Escuela de Altos Estudios Sociales, el Instituto Indigenista Colombiano y el Instituto de Filosofía y Economía, adscrito a la Universidad Nacional.

La secular ausencia del magisterio en la definición de los destinos de la educación y su quehacer pedagógico fue alterada fugazmente en el Congreso Pedagógico de 1917, establecido por la Ley 61 de 1916. Convocado y organizado por el Ministerio de Instrucción Pública, tuvo como propósito sentar las bases para una reforma nacional de la educación, mediante la consulta y participación del conjunto del magisterio.

Partiendo de los maestros organizados en Liceos Pedagógicos en cada municipio, pasando por las Asambleas Pedagógicas Departamentales y culminando en un Congreso Nacional realizado en la capital del país, el Congreso Pedagógico de 1917 no fue sólo un encuentro consultivo sino ante todo legislativo, es decir, que sus conclusiones fueron un mandato que el Estado convirtió en ley, sin desviar o alterar sus propósitos y conclusiones.

Con las limitaciones propias de ser una iniciativa estatal, el congreso Pedagógico de 1917 tiene la virtud de señalarnos, setenta años después, que en una época de nuestra historia el magisterio colombiano fue gestor y protagonista de los cambios educativos y pedagógicos.

Guardadas las proporciones en cuanto a propósitos y resultados, el Congreso Pedagógico de 1966, el último que se ha realizado en el país, fue un foro en el que por primera vez el magisterio participó a través de su organización gremial.

Al poner en marcha el Movimiento Pedagógico, hemos encontrado satisfactoriamente que los intentos por disolver la naturaleza intelectual del maestro no han triunfado definitivamente. Que es posible recuperar la capacidad de saber de los maestros. Que no obstante el exilio del saber a que ha sido sometida la escuela, en el país se ha producido y se produce ciencia, y esta ciencia ha pasado por la enseñanza, y principalmente por la enseñanza pública.

  1. Nuestro compromiso

En 1982, después de veinte años largos de actividad sindical y habiendo ganado, como producto de una lucha tesonera, un importante grado de conciencia sobre el compromiso social y cultural del maestro, FECODE tomó una decisión histórica: abarcar en su acción, además de la lucha reivindicativa y contestataria, la cual seguirá haciendo parte de nuestro itinerario, la lucha por la defensa y cualificación de la educación pública y por el rescate de la condición del maestro como trabajador de la educación y la cultura. Se trata de emprender una gran cruzada reflexiva y práctica sobre la realidad educativa nacional, de repensar el sentido de nuestro trabajo y las funciones de la educación: de asumir un nuevo compromiso.

El Movimiento Pedagógico se levanta como una respuesta del magisterio al deterioro de la imagen del maestro y como una alternativa, gestada desde abajo, a la crisis que hoy soporta la educación. Rescatar el liderazgo intelectual y cultural del maestro y contribuir a realizar una gran reforma de la enseñanza y la educación, que sirva de sustento a un nuevo y vivificante proyecto cultural nacional. Esta es la razón y el sentido histórico del Movimiento Pedagógico Nacional, puesto en marcha hace cinco años.

La pérdida de nuestra identidad no podrá superarse volviendo nostálgicamente la mirada a épocas pasadas, cuando el gremio magisterial era un puñado de “apóstoles” que luchaban aislados por hacer retroceder la miseria cultural de nuestro pueblo. La nueva identidad individual y colectiva de los maestros, habremos de construirla simultáneamente con el replanteamiento de nuestras relaciones con el conocimiento, con nuestros alumnos y con nuestra Nación. Sólo un maestro que cambia sus relaciones puede cambiarse a sí mismo y su imagen social. Sólo un maestro que valora el conocimiento y que valora a los niños y jóvenes que enseña, puede valorarse a sí mismo y hacerse respetar por la comunidad con la que convive.

El Movimiento Pedagógico como corriente del pensamiento que involucra el conjunto de los procesos culturales y sociales, debe levantar la propuesta de construcción de una ética pedagógica, fundada sobre la política y el saber pedagógico. Ética pedagógica que implica un compromiso con el saber y con la cultura.

Es preciso que el Movimiento Pedagógico construya un espacio social que permita articular la ética pedagógica con una política democrática. Pero no una ética basada en la moral burguesa que reivindica esos valores que “conducen siempre al temor” y que como decía Dostoievski, su fórmula completa es “libertad, igualdad, fraternidad…de la muerte”

Por el contrario, nuestro compromiso ético ha de estar fundado sobre el reconocimiento de la diferencia, de nuestro compromiso con el conflicto, con la comunidad, con lo público, con el niño y con la enseñanza. Esta ética pedagógica es el aporte más sobresaliente del maestro a la cultura. Sobre todo, a una cultura como la nuestra, impregnada de violencia. Vivimos una situación de conflicto que es necesario enfrentar, que se precisa no evadir. De vivir no a pesar de los conflictos, sino productiva e inteligentemente en ellos, que como diría Estanislao Zuleta “sólo un pueblo escéptico sobre la fiesta de la guerra, maduro para el conflicto, es un pueblo maduro para la paz”.

Frente a la violencia y la guerra, el maestro tiene que rechazar la lógica del temor.

“Nuestro compromiso ético ha de estar fundado sobre el reconocimiento de la diferencia, de nuestro compromiso con el conflicto, con la comunidad, con lo público, con el niño y con la enseñanza. Esta ética pedagógica es el aporte más sobresaliente del maestro a la cultura.”

En medio de la violencia, el Movimiento Pedagógico se despliega, levantando siempre la bandera de la Pedagogía, la ciencia y la cultura. Mientras más los otros concurran a la violencia y a la irracionalidad, más debemos recurrir nosotros, los maestros, a la razón y a la cultura. Por ello es preciso impedir la militarización de la cultura y la enseñanza, constituyendo fuertes instituciones del saber.

El Movimiento Pedagógico ya no es una idea al viento, es una realidad presente en el concierto educativo nacional. Decenas de grupos y comisiones de trabajo pedagógico se han organizado en el país; diversas instituciones educativas y centros de investigación lo han hecho suyo; cuenta con un foro abierto para la difusión de sus trabajos, la revista “Educación y Cultura”, que por su cobertura se ha convertido en la primera en su género en América Latina. Este mismo Congreso Pedagógico, que hoy iniciamos, si bien es cierto lo concebimos como un punto de partida, ya trae en sus alforjas un cúmulo de reflexiones y experiencias, producto del trabajo de centenares de maestros y de un buen número de investigadores, que desde los inicios de este movimiento lo han alimentado con sus luces. Prueba de ello son más de 700 trabajadores presentados en las Asambleas Pedagógicas regionales, 272 los cuales fueron seleccionados para la discusión en este evento.

No obstante los logros alcanzados, para que el Movimiento Pedagógico se convierta en una corriente del pensamiento, en un movimiento de renovación educativa y cultural, requiere del esfuerzo y del compromiso de todos los maestros colombianos. Necesita, entre muchas acciones, crear instituciones pedagógicas en todas las regiones del país, respetando las diferencias étnicas y regionales; establecer el Museo Pedagógico y la Biblioteca Pedagógica Nacional; organizar un directorio de libros de texto; instituir la Semana Pedagógica Nacional, un Concurso Anual de Ensayo Pedagógico y reunir por lo menos cada cuatro años el Congreso Pedagógico Nacional.

Venimos a este Congreso Pedagógico a reflexionar sobre nosotros mismos y nuestro trabajo, la enseñanza. Reflexionar sobre nosotros y nuestro trabajo implica pensar, en los niños y en los jóvenes. Y cuando de ellos nos ocupamos, es la patria inmensa la que acude a nuestras preocupaciones. Aceptemos el reto, aquí y donde quiera que desempeñemos nuestro oficio, hagamos de nuestra vida un compromiso con esta empresa ardua y compleja, así llegaremos a ser verdaderos maestros.