Alejandro Álvarez Gallego
Rector de la Universidad Pedagógica Nacional, Profesor universitario, miembro del Grupo Historia de la Práctica Pedagógica

Volveremos a la escuela

Miradas a la educación

La suspensión intempestiva de la escuela ha durado más tiempo del que creíamos. Desde cuando comenzó este tiempo extraño que trajo la pandemia, hasta hoy, hemos vivido varios momentos; desde el aturdimiento inicial, hasta cierta comodidad por el hecho de no gastar tiempo movilizándonos hacia o desde la escuela, pasando por el afán que produjo tener que improvisar espacios y dispositivos para continuar de alguna forma la tarea educativa, el sentimiento de rabia por no poder contar con todos los recursos y por saber que los niños, niñas y jóvenes estaban perdiendo la posibilidad de avanzar en su proceso formativo. En este tiempo hemos escuchado todo tipo de opiniones respecto a lo que nos está pasando; unos más optimistas, otros más pesimistas, análisis agudos sobre las formas como se puede aprovechar la virtualidad para seguir educando a las nuevas generaciones, posiciones oportunistas que han querido vender viejas ideas como nuevas, críticas duras a la escuela tradicional, relatos que narran experiencias insospechadas de maestros o padres de familia que han recurrido a todo tipo de métodos para mantener a los estudiantes trabajando, quejas, denuncias, promesas, en fin. No ha sido un tiempo fácil. Aun no sabemos cuando regresaremos a la normalidad, es más, es posible que la antigua normalidad no regrese.

Lo que más nos preocupa ahora es la incertidumbre. Si antes decíamos que vivíamos en una época de cambios rápidos y que eso hacía que no pudiéramos predecir el futuro con alguna certeza, ahora sí que sabemos qué es eso. Administrar la incertidumbre se ha convertido en el principal reto de dirigentes políticos, líderes empresariales, organizaciones sociales, instituciones, maestros, padres de familia, y de cada uno de nosotros. En la intimidad esto puede traducirse en miedo, o en un desafío.

Esta es una invitación a enfrentar este momento como un reto. Lo primero es reconocer que ya hay una experiencia acumulada que nos permite regularizar ciertas tareas, ciertos métodos, ciertos procedimientos aprendidos de afán, y de la improvisación, pero sacados también del saber pedagógico, de la práctica educativa centenaria, de la experiencia acumulada durante décadas, que permite adecuar las circunstancias a los objetivos formativos que hemos acordado socialmente. Ya no estamos bajo el estupor inicial, hemos tenido que darle la cara a la situación y la inteligencia social ha ido consolidando prácticas educativas alternativas que eran impensables. Es cierto que no es la situación ideal, y esperamos que no dure mucho tiempo, pero en todo caso ya sabemos qué hacer mientras permanece el confinamiento. Habrá que seguir atendiendo con diligencia los temas básicos de provisión alimentaria, de prevención de la violencia y el maltrato intrafamiliar y social, habrá que seguir esforzándonos para sostener la esperanza, para mitigar el impacto emocional, y sobre todo, para solventar económicamente esta crisis profunda que afecta el empleo, el trabajo, los ingresos. Mientras tanto hay que estar muy atentos para que nuestros estudiantes no abandonen sus estudios y para que trabajen de la mejor manera posible.

Administrar la incertidumbre se ha convertido en el principal reto de dirigentes políticos, líderes empresariales, organizaciones sociales, instituciones, maestros, padres de familia, y de cada uno de nosotros. En la intimidad esto puede traducirse en miedo, o en un desafío.

Lo segundo es que ya podemos empezar a valorar esta experiencia, a recoger anécdotas, a hacer balances, a sistematizar lo vivido. Este es un ejercicio deseable para que los funcionarios de la educación vayan registrando lo que han hecho de manera extraordinaria, para que los maestros y maestras recojan las muchas formas de trabajo pedagógico individual y colectivo que han creado. En los chats, en las grabaciones de los encuentros virtuales, en las notas escritas, en los documentos elaborados, en las guías formuladas, hay un material muy rico para que estos tiempos no se queden en la frágil memoria, sino que pasen a robustecer el conocimiento que tenemos sobre la enseñanza y la formación. Esto además nos servirá para hacer proyecciones más inteligentes sobre el porvenir de nuestras escuelas.

En tercer lugar, debemos prepararnos para regresar a la escuela. Es cierto que se trata de una decisión difícil. ¿Habrá que esperar a que llegue la vacuna y estemos seguros que la pandemia ha desaparecido? ¿Será necesario adelantar el regreso progresivo y alternado para ir garantizando que los estudiantes que más lo necesitan puedan contar con los recursos educativos que ofrece la presencialidad? ¿Se tendrán las garantías plenas de bioseguridad para garantizar que quienes asistan físicamente a la escuela tengan los menores riesgos posibles? Son preguntas que han de resolverse más temprano que tarde. En particular porque la población más vulnerable, los más pobres, quienes no tienen conectividad, ni equipos para trabajar de forma remota, no pueden seguir aplazando su tiempo de estudio, de formación. Las brechas educativas que ahondan la inequidad existente no pueden seguir creciendo. Sería pues conveniente que se encuentren pronto las fórmulas para que dicha población, por lo menos, cuente con la posibilidad de regresar ya a clases presenciales.

En cuarto lugar, hay que pensar en serio, con rigor y profundidad a qué escuela vamos a regresar. Lo primero que hay que diseñar es la estrategia para el recibimiento de todos los estudiantes cuando ya felizmente regresen en pleno. Este momento ha de ser considerado una gran fiesta, una celebración que haga solemne el momento, para estar a la altura de la crisis. Los estudiantes deben saber que la escuela está en capacidad de revertir lo que nos ha sucedido, de convertir la experiencia en un acontecimiento que les marcará como la generación que salió de la tragedia engrandecida, dispuesta a mejorar el mundo que nos llevó a ella. Luego, hay que revisar con todo cuidado lo que nos pasó, lo que se vivió, lo que se hizo, las formas como se adecuaron las prácticas pedagógicas a las circunstancias, esto para sacar de allí lo que más convenga para mejorar lo que se hacía en la escuela hasta el día anterior al confinamiento. Si en algo podemos valorar esta situación difícil de suspensión temporal de la escuela, es en que la distancia de lo que hacíamos nos sirva para reconocer lo que no funcionaba, para aceptar que quizás la costumbre nos había mal acostumbrado a aceptar rutinas que parecían inamovibles. Esta distancia nos puede llevar a liberarnos del peso de las verdades aceptadas sin criterio, de manera que encontremos el camino para renovar las prácticas pedagógicas pensando en estas nuevas generaciones que tienen por delante la tarea monumental de reconstruir, con su fuerza vivificadora, el tejido social que pueda darle otra cara a este desvencijado planeta.

Volveremos, pues, a la escuela, pero a otra escuela.

Ahora bien, no todo el mundo piensa lo mismo. Esta situación también ha abierto otro debate; hay quienes piensan que es el momento de ponerle fin a la educación presencial, a la escuela y a sus prácticas, que repudian. No es una exageración. En el Congreso de la República ha habido dos intentos de modificar la Ley General de Educación (115 de 1994) para crear la figura de los colegios digitales y para legalizar el Homeschool. El primero no progresó, el segundo está radicado. Muy posiblemente aparecerán nuevas iniciativas que vayan en esa dirección; el ambiente les es propicio.

La modalidad de educación a distancia mediada por tecnologías telemáticas nunca podrá reemplazar la escuela. Ella es y seguirá siendo el espacio ideal donde nuestros niños, niñas y jóvenes pueden aprehender el mundo de manera inteligente y procesar experiencias donde se aprende a vivir en común, más allá de todo individualismo.

La tesis que anima este escrito es que la modalidad de educación a distancia mediada por tecnologías telemáticas nunca podrá reemplazar la escuela. Ella es y seguirá siendo el espacio ideal donde nuestros niños, niñas y jóvenes pueden aprehender el mundo de manera inteligente y procesar experiencias donde se aprende a vivir en común, más allá de todo individualismo. Lo que si nos enseña esta pandemia es que debemos ir a lo fundamental, dejar de lado muchos asuntos que se vuelven tediosos y son innecesarios, y que debemos trabajar en equipos interdisciplinarios para hacer más eficaz y más pertinente la enseñanza. El Estado debe invertir más recursos en la educación pública para mejorar la conectividad, adquirir modernos equipos y ayudar a capacitar a los maestros en el manejo adecuado de estas tecnologías, pero nunca puede pretender reemplazar la modalidad presencial por una educación a distancia. Sería cerrar la posibilidad de ofrecerle a nuestros estudiantes un espacio social y colectivo para el encuentro con el mundo, para crecer como personas, para formarse ideas más completas y complejas sobre la vida y sobre la naturaleza, en fin, para ser más libres, menos ingenuos, más críticos, más solidarios, más justos, más defensores de lo público y el bien común. De otra manera quizás los valores de las nuevas generaciones sean otros.

El derecho integral a la educación pasa por la defensa de la escuela pública. Cualquier intento de debilitarla es un retroceso inaceptable.