Alanis Bello Ramírez
Candidata a PhD en Educación, Universidad de São Paulo (Brasil). Profesora de la Licenciatura en Educación Comunitaria Universidad Pedagógica Nacional

Urdimbres de paz desde las pedagogías feministas

Miradas a la educación

El informe de la Comisión de la Verdad sobre las razones históricas que han perpetuado el conflicto armado en Colombia abre una ventana para imaginar una “paz grande” desde la cual podamos interrogar el pasado de horror, construir acuerdos democráticos para romper con los legados de la violencia y cumplir con el deber moral que tiene la escuela de contribuir a la reparación de las víctimas y restituir su derecho a la verdad pública (Corredor, Wills y Asensio, 2018, p. 14).  En este proceso, es importante abrir espacios de escucha para acoger las verdades que han vivido las mujeres en el conflicto armado y aprender de sus apuestas de paz. Uno de los clamores de las organizaciones feministas y de mujeres es que la construcción de la verdad sobre el conflicto debe ser incluyente, ya que “sin la voz de las mujeres la verdad no está completa” (Comisión de la Verdad, 2022, p. 30).

En el marco del conflicto armado, las mujeres —en su pluralidad— sufrieron el peso de una guerra que se instaló en sus comunidades y territorios. Ellas experimentaron las atrocidades del conflicto armado de manera diferencial y desproporcionada, debido a la permanencia de una cultura patriarcal y guerrerista que convirtió sus cuerpos en un territorio en disputa. Todos los actores armados violentaron el cuerpo de las mujeres como una estrategia para controlar los territorios, desmembrar el tejido comunitario y dejar una marca simbólica de su poder bélico. A través de esta violencia se amenazó a las comunidades y se impuso una ley de muerte que las forzó al desplazamiento, el despojo de sus tierras y sus conocimientos.

Los daños producidos por el conflicto armado están atravesados por el género y es en el cuerpo de  las mujeres donde más se han hecho  visibles los efectos crueles de la guerra. Por lo menos 4.025.910 mujeres han sido víctimas de desplazamiento forzado y constituyen la mayoría de las víctimas de violencia sexual, con el 91,6% del total de casos registrados para este delito (Comisión de la Verdad, 2022). Las violencias en contra de las mujeres y los cuerpos feminizados no fueron conductas aisladas, por el contrario, fueron centrales en las estrategias bélicas de los actores armados. Es por ello que no se puede soslayar que las violencias de género nuclearon la estructuración y reproducción del conflicto armado en sus más de cincuenta años de existencia.

Para la Comisión de la Verdad (2022), el orden de género patriarcal está en las raíces históricas del conflicto armado y constituyó un resorte político y cultural que legitimó la violencia, instalando una ideología militarista de apropiación de cuerpos y territorios. Este sistema patriarcal contribuyó a transformar lo vivo, las comunidades, las montañas, los ríos y los bosques en cosas. Y esta cosificación de la vida tomó a las mujeres y a los cuerpos feminizados como su propiedad, dejando tras de sí una estela de destrucción y muerte. La guerra en Colombia ha sido posible gracias al reforzamiento de una masculinidad guerrerista que se asume como el modelo legítimo y deseable del ser hombre. Esta forma de masculinidad militarizada fomentó el desprecio por la vida, la dueñidad sobre los territorios, el control de los cuerpos y la imposición de una autoridad basada en el uso de la fuerza física y la aniquilación de las diferencias. 

 Abrazar la verdad sobre el conflicto armado en la escuela nos enfrenta a una pregunta mucho más grande que la de saber cuáles fueron los marcos históricos que explican la persistencia de la guerra en nuestro país. La pregunta a la que nos enfrentamos es ¿cómo nuestras subjetividades, deseos y formas de ver el mundo están atravesadas por ese orden de género patriarcal, racista y heteronormativo que nos conduce a ver como normal la violencia y como natural la opresión de las mujeres y lo femenino?. ¿De qué manera podemos agenciar pedagogías críticas para la paz que nos lleven a desaprender las formas patriarcales y guerreristas de ser?, ¿Qué herramientas podemos usar para que la escuela sea un espacio que abrace la verdad en su pluralidad?

A continuación me propongo señalar una urdimbre de acciones pedagógicas feministas, teniendo como horizonte que si no se desarma el currículo patriarcal no será posible la construcción de una verdadera educación para la paz. Por otra parte, una pedagogía crítica para la paz debe no solo incluir las verdades de las mujeres, sino propiciar experiencias de aprendizaje que contribuyan a tensionar las narraciones hegemónicas del pasado, y desestabilizar el binarismo de género con el que se leen las memorias del conflicto armado. Desde este punto de vista, sostengo que la paz se debe pensar a escala corporal y desde allí crear una experiencia sobre el pasado violento, no para arrojarnos al sentimentalismo sobre el dolor de las víctimas, sino para actuar sobre las matrices de opresión que sostienen la guerra y practicar una ética del cuidado como posibilidad para tejer vínculos de convivencia entre las diferencias.

Desmantelar el binarismo de género para el abordaje de las memorias.

El abordaje de las memorias de las mujeres en el conflicto armado en la escuela no puede representarlas meramente como víctimas o como seres naturalmente inclinados a hacer la paz por su eventual condición de madres y esposas. Es preciso evitar los discursos biológicos esencialistas que le adjudican a las mujeres un deseo innato por cuidar y afirmar la vida de otros. Este tipo de afirmaciones, por un lado, refrendan un orden sexista que concibe a las mujeres como sujetos apolíticos que no incidieron en el conflicto armado y, por otro lado, encubren la realidad de que las mujeres fueron parte activa de la guerra y que muchas han legitimado políticas bélicas tanto en la arena pública como privada.

Otro peligro en el abordaje de estas memorias es la de reproducir un discurso universal de la categoría mujer. El informe de la Comisión de la Verdad hace hincapié en que las mujeres negras, indígenas, palenqueras y campesinas experimentaron de manera cruda la realidad del conflicto armado, por lo que es importante pensar en las intersecciones de género, raza, clase, sexualidad y edad, como nodos que nos permiten identificar las diferentes historias de opresión, pero también de conocimiento y resistencia que tejieron las mujeres en su pluralidad para construir la(s) paz(ces) en sus territorios.

Estoy de acuerdo con la escritora negra bell hooks (2022, p. 160) en la importancia de reconocer a las mujeres que han luchado por frenar la guerra como “pensadoras políticas que toman decisiones políticas”, cuyas luchas no se derivan ni de la biología ni de ningún esencialismo maternal que las hace propensas a hacer la paz. Las mujeres en el conflicto armado, no por esencia, sino por historia política, han contribuido a enmendar tejidos familiares y comunitarios rotos por la guerra, a luchar contra la impunidad del Estado, a proteger el territorio del narcotráfico y el extractivismo. También se han opuesto a la militarización de la vida cotidiana, han participado como negociadoras en el proceso de paz, han hecho duelos colectivos con cantos, bordados y cultivos, y han sanado heridas por medio del comadreo y rituales públicos de perdón y reconciliación. Las mujeres en Colombia han demostrado una tenacidad ética para rehabitar los mundos destruidos por la guerra, por lo tanto, verlas solo como víctimas es una forma de devaluar su trabajo político y refrendar el pensamiento patriarcal.

Así como las mujeres no pueden encapsularse bajo la figura de la víctima, tampoco se puede reducir a los hombres a la figura de absolutos victimarios. Reducir las masculinidades a la figura del guerrero impide observar que también hubo hombres, en especial jóvenes de sectores populares, negros e indígenas, que no glorificaron la guerra, que a pesar de haber participado en ella no creyeron en que fuera justa y también hubo aquellos que se dedicaron al cuidado de la vida de sus familias y comunidades en los momentos más aciagos. Es parte de nuestra tarea docente promover la identificación con otras formas de masculinidad y feminidad no guerreras y extraer de estas memorias lecciones para ver el pasado más allá de un orden de género estable, fijo y binario. Construir un horizonte de futuro en paz pasa por deconstruir nuestras miradas sobre el pasado violento y formar otras prácticas de género que no reproduzcan los guiones eternos de la víctima y el victimario.

En este sentido, el abordaje de las memorias de las mujeres en la escuela debe conducirnos a cuestionar las memorias “canónicas” de los hombres que firman la paz y que producen la historia nacional. Es preciso desafiar el currículo patriarcal y racista que borra las memorias subalternas. Pero no se trata solamente de sumar las verdades de las mujeres al currículo de la educación para la paz, sino propiciar cambios culturales e institucionales que garanticen que las niñas y las jóvenes puedan acceder a la toma de decisiones políticas en nuestra sociedad.  La paz no puede ser sinónimo de que las mujeres regresen a los roles tradicionales de subordinación a los hombres.

La paz a escala corporal: una ética del cuidado para desarmar la escuela.

Para Zaragocin y Caretta (2020), la paz es un término abierto que va más allá de una “paz negativa”, es decir, el fin del uso de las armas. Implica una oposición a las violencias estructurales y la práctica cotidiana de tejer vínculos desde éticas de resistencia y creación de espacios íntimos y globales para la defensa de la vida, el territorio y la dignidad. Pensar la paz desde el cuerpo es un legado feminista que conecta lo local con lo global de manera directa con la experiencia encarnada en un contexto. Una pedagogía crítica para la paz ha de promover ejercicios desde la corporalidad en conexión con el territorio, con el fin de comprender cómo los daños de la guerra afectan esa relación ontológica que atraviesa nuestra subjetividad con la tierra. Pensar una pedagogía del cuerpo-territorio implica leer el daño sobre nuestras tierras a través del cuerpo y pensar en los cuerpos como poderosos lugares de conocimiento, aprendizaje y transformación del conflicto armado.

No es posible que la paz se viva como un contenido formal del currículo que se aprende solo con la mente y la memorización. Las pedagogías feministas nos llevan a encarnar la paz y a cuestionar las formas en que nos hemos armado para reproducir las injusticias y legitimar la violencia. Imagino escenarios educativos donde recorremos territorios, los andamos y aprendemos de la sabiduría de la tierra y de sus habitantes desde una óptica de la justicia ambiental. Un lugar para trabajar sobre afectos y emociones colocando énfasis en la construcción de disposiciones para actuar en contra de las violencias patriarcales, enfrentando la homofobia y la transfobia y viviendo pedagogías sensitivas que nos llevan a escuchar la diferencia, a desarmar el “machito militarista” que llevamos dentro y a defender la libertad sexual y de género como afirmaciones corporales de la paz. Se trata de pensar paces más que humanas, llevándonos a prácticas educativas para defender el territorio, así como los saberes, seres y espíritus que allí habitan en su pluralidad (Quiceno, 2021).

Finalmente, esta urdimbre pedagógica aboga para que las memorias del conflicto armado en la escuela no se estanquen en un sentimentalismo banal basado en la compasión, la piedad y la empatía ante los relatos de horror que se condensan en el informe de la Comisión de la Verdad. El sentimentalismo es una actitud que privatiza las emociones frente a la atrocidad y que encubre las preguntas por las relaciones estructurales a nivel político que permitieron que la crueldad de la guerra sucediera. Así las cosas, estas pedagogías feministas rechazan las acciones educativas que solo buscan levantar pesar sobre las víctimas del conflicto, por el contrario, resitúan el análisis de las emociones como la rabia, el repudio, el dolor y el trauma dentro de un paradigma de la acción y, desde allí, generan proyectos de aula que conduzcan a los estudiantes a descolocarse de sus privilegios, a reconocer las jerarquías de dominación y a asumir  un compromiso activo, responsable y solidario para que los ciclos de violencia no se repitan (Zembylas, 2020).

Contestar las memorias hegemónicas por medio del cuerpo y la acción comprometida con el cambio personal, colectivo y social, nos debe llevar a considerar las éticas del cuidado de la vida como ejes centrales para construir la paz desde las escuelas. Entender el cuidado no como una actitud sentimental de protección del otro, sino como un reconocimiento de la heterogeneidad ontológica y de la vulnerabilidad que nos constituye, pueden ser ejes desde los cuales territorializar formas de lidiar con el conflicto sin recurrir a la violencia (Puig de la Bellacasa, 2018).

Practicar el cuidado en la cotidianidad implica acercarnos a habitar la diferencia y a disentir-con-otros reconociendo la interdependencia que nos constituye. Implica afirmar que el otro no es un enemigo, que la venganza no puede ser la forma de tramitar el dolor del pasado, y que necesitamos parar la violencia para sostener la red de la vida. Enseñar a mantener este tejido que reconoce al otro como un cuerpo que importa y que la vida prima por encima de las cosas y de las diferencias políticas, es una manera de pensar la educación para la paz desde el cuidado.

El cuidado es un hacer cotidiano y no solo un afecto, de ahí que nuestras prácticas educativas deben insistir en que nuestros educandos practiquen el cuidado de sí mismos y de otros por medio de acciones de servicio, de escucha y de acompañamiento emocional que contribuyan a tejer comunidad, a luchar contra las políticas de muerte y a abrir el corazón para que nos interpelen las diferencias.

Desde las urdimbres de las memorias subversivas del patriarcado, desde la paz a escala corporal y desde las pedagogías de la vulnerabilidad imagino caminos para que la escuela pueda contribuir a hacer de la paz una experiencia carnal, sentida y compartida con otros y en defensa radical del cuidado de la vida.  

Referencias

Comisión de la Verdad. (2002). Mi cuerpo es la verdad. Experiencias de mujeres y personas LGBTIQ+ en el conflicto armado. Bogotá: Comisión de la Verdad.

Corredor, Javier; Wills, Maria Emma; Asensio, Mikel. (2018). Historical memory education for peace and justice: definition of a field. Journal of Peace Education, DOI: 10.1080/17400201.2018.1463208

Hooks, bell. (2022). Respondona. Pensamiento feminista, pensamiento negro. España: Editorial Plantea.

Puig de la Bellacasa, Maria. (2018). Matters of Care. Speculative Ethics in More than Human Worlds. Minneapolis: University of Minnesota Press.

Quiceno, Natalia. (2021). Bordar, cantar y cultivar espacios de dignidad: ecologías del duelo y mujeres atrateñas. San José: CALAS.

Zaragocin, Sofia; Caretta, Angela. (2020): Cuerpo-Territorio: A Decolonial Feminist Geographical Method for the Study of Embodiment. Annals of the American Association of Geographers, DOI: 10.1080/24694452.2020.1812370

Zembylas, Michalinos (2020). Necropolitics and sentimentality in education: the

ethical, political, and pedagogical implications of ‘making live and letting die’ in the current political climate. Pedagogy, Culture & Society, DOI: 10.1080/14681366.2020.1747108