Francisco Cajiao
Consultor educativo, columnista del diario El Tiempo. Ex secretario de Educación

El derecho a la educación y la pandemia

Miradas a la educación
Como resultado de múltiples encuentros con educadores de todo el país, hace un año largo publiqué un libro titulado “la identidad de los maestros frente al cambio social”.

En foros, talleres de formación y visitas a colegios y universidades he tenido la oportunidad de escuchar las angustias y preocupaciones de quienes dedican su vida y sus mejores esfuerzos a la formación de las nuevas generaciones en las condiciones más diversas.

Hay quienes trabajan en regiones apartadas como si vivieran en otro tiempo histórico en el que todavía no es normal contar con vías de comunicación, luz eléctrica o agua corriente. Otros se enfrentan a la complejidad de las zonas populosas de las ciudades donde se han construido enormes colegios que albergan ya no centenares sino miles de niños, niñas y adolescentes de los más diversos orígenes y costumbres. Y muchísimos trabajan en colegios privados de muy variadas características, no solo por la población que atienden, sino por sus propuestas pedagógicas y sus orientaciones filosóficas.

Esta situación excepcional y crítica, ha dejado en claro que nuestra tarea no puede limitarse a dictar clases, hacer exámenes y poner calificaciones, intentando cumplir con un plan de estudios agotador y desintegrado. Si en las aulas regulares era difícil mantener la atención y el interés de niños y jóvenes, la virtualidad ha multiplicado las dificultades de los maestros

Pero en medio de tantas diferencias suele haber un denominador común, que es la dificultad para conseguir que los estudiantes estén “conectados” con lo que el sistema pretende enseñarles, lo que se traduce en los pobres resultados que muestran las pruebas nacionales e internacionales. También es reiterada la preocupación por lo que muchos llaman “la pérdida de valores”, queriendo significar que los niños y jóvenes de ahora funcionan de otro modo, son irreverentes, tienen comportamientos que a los adultos les fastidian y que, además, representan un peligro permanente para su salud física y psicológica. Es generalizada la preocupación por la desintegración familiar, así como por la “complicidad” de los padres frente a las conductas reprochables de sus hijos, de manera que los maestros se sienten entre la espada y la pared, con lo cual su labor parece más ardua y estéril. No es extraño, entonces, que tanto en Colombia como en otros países se hayan incrementado las consultas por salud mental, convirtiéndose en un elemento de preocupación importante.

En el libro que he mencionado me ocupé de mostrar el impacto de las grandes transformaciones de la sociedad que en los últimos veinticinco años han venido de la mano del desarrollo y expansión de las nuevas tecnologías de la información y la enorme dificultad que tenemos los adultos para comprender que el uso de las redes sociales, el acceso a las más variadas fuentes de información, la proliferación de juegos electrónicos y la posibilidad de usar aparatos multifuncionales que caben en un bolsillo modifican sustancialmente las formas de aprender y de acercarse al mundo.

Pero cuando escribía e investigaba lo que ocurría en nuestro medio y en otras partes del mundo, no se me pasó por la mente que de repente, en cuestión de 48 horas, como en cualquier película de ciencia ficción, todo el sistema colapsaría por cuenta de una pandemia. A finales de 2019, en la provincia de Wuhan en China, se inició el recorrido del virus y para el mes de marzo se había convertido en una pandemia mundial de grandes proporciones. Las medidas iniciales de contención se centraron en el confinamiento de la población, el cierre de comercios, la suspensión de viajes, el refuerzo del sector sanitario y, por supuesto, el cierre de todos los centros educativos.

Durante los primeros meses los esfuerzos de científicos y epidemiólogos se centraron en identificar y aislar el virus, explorar formas de tratar a los afectados y descifrar los mecanismos de contagio para afinar las medidas de prevención. Es apenas comprensible que en un comienzo se tuvieran las máximas precauciones sobre la totalidad de la población, con énfasis en aquellos que podrían mostrar mayor fragilidad, entre los cuales estaban los niños y los jóvenes. Al poco tiempo se comprobó que los más vulnerables eran los mayores de 60 años y las personas que tenían otras comorbilidades, mientras los menores de 20 años parecían más resistentes, mostrando menos tasas de contagio y muy pequeñas tasas de mortalidad. A partir de estos datos países como Holanda, Australia y Francia avanzaron en estudios específicos sobre estos grupos de edad y hacia finales de junio sabían tres cosas: que las tasas de contagio eran mucho menores que en otros grupos de edad, que los síntomas de quienes se infectaban eran relativamente suaves y no requerían hospitalización y que no eran transmisores activos.

El resultado de todo esto condujo a que varios países retornaran a la actividad escolar con precauciones de bioseguridad como el uso de tapabocas, el lavado de manos y el distanciamiento social. Así, el presidente de Francia anunció la reapertura de todos los centros de educación preescolar y básica a partir del 22 de junio, con carácter obligatorio. En un comienzo se hizo con alternancia, a fin de conseguir las precauciones de distanciamiento. Hoy, en medio de un rebrote muy fuerte en ese país, así como en Bélgica, España, Alemania e Italia, vuelven a cerrar comercios, viajes y restaurantes, pero se exceptúan los colegios que siguen atendiendo a los niños.

Este es el contexto en el que debemos repensar nuestra labor de maestros y nuestra identidad profesional, que constituyen lo que en verdad somos, la manera como nos podemos ver al espejo y la forma como somos percibidos por nuestros estudiantes, sus familias y la sociedad en general.

Esta situación excepcional y crítica, ha dejado en claro que nuestra tarea no puede limitarse a dictar clases, hacer exámenes y poner calificaciones, intentando cumplir con un plan de estudios agotador y desintegrado. Si en las aulas regulares era difícil mantener la atención y el interés de niños y jóvenes, la virtualidad ha multiplicado las dificultades de los maestros. Para muchísimos esto ha representado un aumento significativo en las horas de trabajo, para un grupo numeroso la necesidad de aprender a usar en muy poco tiempo herramientas tecnológicas que no se conocían y para unos cuantos que ya venían trabajando y preparándose en el uso de estos medios, un desafío muy interesante.

El problema es que el aprendizaje y el bienestar de los niños, niñas y jóvenes no depende exclusivamente de la buena voluntad de directivos y maestros que han hecho lo mejor que pueden en esta cosa rara que hemos llamado “la virtualidad”. No está en manos de los docentes que los estudiantes y sus familias tengan computadores con banda ancha en sus casas, que dispongan de un lugar adecuado para vivir el día entero conectados, que el ambiente familiar sea amable y positivo o que los padres, madres o cuidadores se puedan sentar por horas a tomar clases al pie de sus niños de primaria para que luego les expliquen las tareas.

Tampoco los profesionales de la educación, los políticos, los médicos y epidemiólogos, las agremiaciones empresariales o sindicales tienen el poder enorme de modificar la naturaleza biológica que marca los procesos de aprendizaje y socialización en los seres humanos.

La “invención” de la escuela en occidente a partir del siglo XVII , marca un momento crucial en lo que después se ha constituido como un derecho fundamental. Lo que inicialmente se concibió como un espacio de protección de la niñez, usualmente maltratada y descuidada en los ámbitos del mundo adulto, se fue convirtiendo gradualmente en el lugar por excelencia de los niños: allí se protegen de las enfermedades, aprenden comportamientos saludables, desarrollan habilidades sociales, reciben alimentos y van ingresando al universo de la cultura con el aprendizaje de la lectura y la escritura que, a su vez, abren las puertas a otros conocimientos. Queda claro desde la Revolución Francesa que la ciudadanía y el ejercicio de los derechos políticos van aunados con la alfabetización.

Los maestros y los administradores de la educación tenemos la obligación ética y profesional de buscar las mejores alternativas, en el menor plazo posible, para asegurar que el derecho a la educación sea reestablecido, especialmente en las comunidades más pobres y en los grupos de edad que más necesitan espacios protegidos como los de los colegios

Ya en el siglo XX, el desarrollo de la psicología evolutiva y las ciencias del conocimiento, dejan en claro que las primeras etapas de desarrollo de los niños requieren la actividad, el juego, la manipulación de objetos, las experiencias compartidas con otros niños y con adultos diferentes a su familia. Otro tanto dicen los estudios sobre los adolescentes, cuando el contacto directo con sus pares hace parte fundamental de la construcción de su identidad y su autoestima. Nada de esto puede ser substituido por pantallas de computador o teléfonos móviles, por inteligentes que nos los quieran presentar. Los últimos estudios que se vienen haciendo en estos días hacen referencia al tremendo atraso que están teniendo los niños por la suspensión de la actividad escolar , además del aumento preocupante de trastornos psicológicos.

Es comprensible que una emergencia como la que ha enfrentado el mundo haya llevado al cierre temporal de colegios y universidades mientras médicos, científicos y políticos encontraban caminos sensatos para sortear la situación. Pero mantener las instituciones educativas cerradas cuando ya hay evidencias que permiten conocer el alcance real de los riesgos y las medidas adecuadas para mitigarlos es en la práctica negar el derecho a la educación. Es tanto como si el riesgo de contagio que se corre en los hospitales hubiera llevado a cerrar todos los establecimientos sanitarios sin importar la suerte de quienes se enferman.

Hoy la economía se está reactivando en todo el país, la gente sale a trabajar y los niños y jóvenes siguen por ahí, porque no se puede afirmar que estén con los mismos cuidados de hace meses, ni en la misma disposición de estudiar que al principio, ni libres de peligros de salud. Frente a esto los maestros y los administradores de la educación tenemos la obligación ética y profesional de buscar las mejores alternativas, en el menor plazo posible, para asegurar que el derecho sea reestablecido, especialmente en las comunidades más pobres y en los grupos de edad que más necesitan espacios protegidos como los de los colegios.

La cuestión central es que los derechos no se garantizan con discursos sino con acciones decididas del Estado y de los profesionales que se han preparado para ese fin.