Alberto Martínez Boom
Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación. Profesor Universidad Pedagógica Nacional

Abel Rodríguez un hombre de la educación y la pedagogía como pocos

Miradas a la educación

Cuando conocí a Abel, hace algo más de cuatro décadas, tuve la impresión de estar en presencia de un líder sindical inquieto y visionario. Anhelaba construir otras conexiones entre magisterio y educación, en particular, nuevas posibilidades para pensar a los maestros.
 

Recordar el legado de Abel Rodríguez es quizá la mejor forma de ponderar la profunda valía de su vitalismo magisterial. Incluso considero que su vida y su trabajo hacen parte de la riqueza cultural y pedagógica de este país. Fue un personaje que agregó color a la educación y al magisterio a partir de un conjunto de actuaciones que pasan por el liderazgo sindical pero no se restringe exclusivamente a esta faceta, sino que se abre a la academia, la escritura, el debate en voz alta, la cultura escolar, la decisión estratégica, la conversación, el pensar contracorriente, en fin, se trata de un caso singular cuya rareza amerita descifrar. La mayoría de los presidentes de FECODE se han servido de esta organización como instancia de lanzamiento hacia el poco glorioso Congreso de la República, ebria aspiración que suele dejar al margen cualquier tipo de pasión por la educación. La rareza de Abel, de la que hay que hablar repetidamente, fue no sucumbir a esa distracción y enfocar su fuerza en aspiraciones menos individuales y mucho más próxima a quienes enfatizan la labor pedagógica del magisterio colombiano. Me gusta pensar que la relación de Abel con el magisterio colombiano pervive como un impulso ético. Este considero es su mayor legado y para argumentarlo voy a explorar algunas claves de sus motivaciones apoyado en fragmentos de su propia escritura.

La educación y la construcción de lo público

Ofrecer un horizonte amplio para la construcción y defensa de lo público significó para Abel un examen permanente del carácter colectivo de la educación ofertada por el Estado. En sus escritos la defensa de lo público adquiere múltiples contenidos: el establecimiento de un sistema único de educación pública, la promoción de un proyecto educativo nacional, la crítica a la privatización de los servicios educativos, la expansión gratuita de la oferta educativa a todos los sectores sociales. Abel sugería por primera vez la idea de una educación pública que va más allá de la escuela estatal. Esa alusión significaba un llamado de atención acerca de una educación que se concibe como el derecho del pueblo a recrearse en la cultura a través de las relaciones centrales con la lengua materna, el desarrollo del pensamiento y el ejercicio de la democracia: Una escuela libre y verdaderamente pública y un maestro autónomo y pertrechado intelectualmente, son las condiciones básicas para devolverle a la educación su dimensión de constructora y transformadora de cultura (Rodríguez, 1987, p. 14).

Lo que está en juego es un problema de la práctica humana, es decir, una forma característica de acción individual y colectiva. Hacer de la educación una cuestión pública implica la realización concreta de una democracia creativa, son estas virtudes el objeto de cultivo y alimento constante en el ambiente moral y político de la educación común a todos. El paso que conecta lo público con la construcción de una sociedad democrática es un argumento nodal en varias apuestas pedagógicas que incluyen por supuesto los trabajos de grandes pedagogos como Dewey o Freire.

Abel renovó una relación olvidada entre pedagogía y arquitectura

En su trayectoria como secretario de Educación en Bogotá, Abel renovó una relación olvidada entre pedagogía y arquitectura, relación que pasa por una visión generosa del espacio escolar que se habita colectivamente y que se me antoja radicalmente contraria al populismo. Puedo imaginar una simetría entre construir la vida y construir una escuela, en este caso fueron mega–colegios, una espacialidad pensada como arte capaz de conmover y un vehículo de bienestar más allá de su mera funcionalidad.

Crear un espacio, llenarlo de objetos y de posibilidades para que niños y maestros se encuentren tiene algo de mágico y extraordinario. Cada espacio construido es una apuesta no solo por la educación sino por la ciudad de hoy y de mañana, testimonio visible de una dosificación entre lo que controlamos y lo que provocamos. Fue a través del estudio de la escuela como forma material que pude descifrar que no se trata principalmente de un lugar de encierro y disciplina, esa cara negativa analizada en Vigilar y castigar, los espacios escolares son sobre todo lugares de visibilidad, arquitecturas que dejan ver y ponen a hablar, es decir, que una mirada productiva explica mucho mejor sus posibilidades como escenario para la libertad, la socialización y la construcción de democracia.

Abel sabía que era necesario tener colegios suficientes para dar cuenta de un derecho a la educación que se concretiza, estos colegios debían garantizar además alimentación, transporte y salud para los niños y jóvenes que allí asistían. Sospecho que Abel trataba de hacer una política con estética, rareza insoportable para los sórdidos defensores de las vulgatas.

Abel en el Movimiento Pedagógico

Me gusta pensar que la relación de Abel Rodríguez con el Movimiento Pedagógico pervive como gesto afirmativo. En una de sus escasas alusiones autobiográficas contaba que quienes habían egresado de las Escuelas Normales en las décadas de los sesenta conformaban una generación a las que se les negó la formación pedagógica: “los saberes pedagógicos que nos enseñaron fueron muy escasos, cuando más se trataba de breves informaciones biográficas sobre algunos pensadores históricos, que se destacaron más por sus aportes a la filosofía que a la misma pedagogía” (Rodríguez, 2002, p. 15). Esa constatación le resultaba paradójica, la mirada en el espejo le mostraba un maestro sin formación pedagógica y quizá por esto mismo vivió el movimiento de dos formas, por un lado, fue el encuentro con el saber, y por el otro, se trataba de una gran fiesta.

El movimiento fue un acontecimiento singular que irrumpió en la monotonía de la educación de la década de los años ochenta y su destello inédito conmovió a muchos de los que todavía hoy hablan, hacen y pueden desde la pedagogía. Abel fue sin duda alguna uno de los primeros en comprender la dimensión de aquel entusiasmo lo que explica porque tantos educadores lo adoraron, apoyaron y acompañaron con un cariño desbordado y elevado. En 1985, en pleno auge del Movimiento Pedagógico, escribía en el tercer número de la Revista Educación y Cultura:

“Es preciso recoger una virtud sobre la cual los maestros de hoy deberíamos reflexionar: vivir insertos en la vida social y cultural de los pueblos […] un maestro que ha decidido abrazar la causa y las banderas de sus gentes, del maestro que se empeña en rescatar su identidad profesional y recuperar su liderazgo cultural” (Rodríguez, 1985, p. 14).

La exaltación de los maestros

Cuando conocí a Abel, hace algo más de cuatro décadas, tuve la impresión de estar en presencia de un líder sindical inquieto y visionario. Anhelaba construir otras conexiones entre magisterio y educación, en particular, nuevas posibilidades para pensar a los maestros. Recuerdo lo mucho que lo afectaban los registros documentales donde se advertía la precariedad histórica del enseñante público, así lo menciona en un artículo a mediados de los años ochenta: “numerosos documentos históricos y escritos literarios, se han ocupado de registrar diversas imágenes del maestro colombiano. Nos han contado, por ejemplo, del maestro que murió batallando sólo por ganar la legitimación de su oficio en el ámbito social y del saber” (Rodríguez, 1985, p. 14). Ese lugar del maestro, activo pero incierto, lo hizo concebir una imagen vivificante, esa era la expresión que solía usar, y que articulaba con el despliegue del liderazgo educativo.

Hoy día, como resultado de un proceso que abarca cinco lustros, el magisterio ha venido forjándose una nueva imagen, una imagen vivificante que todavía no alcanza a reflejar ni la literatura ni nuestra lenta historiografía. Se trata de la imagen del maestro [...] luchador por sus derechos e intereses, del maestro que ha decidido abrazar la causa y las banderas de sus gentes, del maestro que se empeña en rescatar su identidad profesional y recuperar su liderazgo cultural (Rodríguez, 1985, p. 14)

Ya es hora de que el maestro cree una mirada propia sobre la educación, la enseñanza, la escuela. Ya es hora de rechazar el papel de administrador de currículo y de simple trabajador asalariado del Estado. Ya es hora de mirar su propio proceso: su presente y su pasado para así poner en evidencia su saber, el saber pedagógico y estremeciéndose ante el insólito destino al que lentamente fue condenado, tome conciencia de sus posibilidades transformando su práctica, su relación con los saberes y con aquellos a quienes enseña, transforme la escuela misma, y al dejar de ser simple ejecutor sea pensador de su quehacer y se dirija a sí mismo (Martínez-Boom y Rojas,

Un intelectual intuitivo

Hay una faceta de Abel menos conocida y que me gustaría destacar, su ánimo intelectual, esa inquietud fue siempre lo que nos acercó, le gustaba escribir, participar en los eventos de manera académica, su oído afinado sabía escuchar, y tramitaba los conflictos de la misma manera como sonreía y caminaba, con un dejo de paciencia imperturbable, justo lo que se requiere para llevar el karma de ser nombrado, una y otra vez, como eterno expresidente de Fecode y el Maestro de los maestros.

 

Referencias bibliográficas

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